LA NANA DE LA AURORA

Con Morente teníamos una cita que no estaba escrita en ninguna agenda, pero que se cumplía con rigurosa puntualidad. Siempre que Ángel González estaba en Granada aparecía Enrique con su gente para incendiar la noche y hacerla inolvidable. Primero cantaba Ángel por Juanín de Mieres, y después Enrique entonaba un lamento que subía poco a poco desde un pozo antiguo para estallar en un tsunami de pureza que ponía los pelos de punta. Abría Enrique la boca y uno tenía la certeza de estar ante un mago que no necesitara trampas para hipnotizarlo todo con un cante inmemorial que era como el lamento lejano de los segadores y el eco maternal y cadencioso de un patio de vecinos en donde un niño solitario juega con su sombra. Hay fotos de esos días felices. En una de ellas Aurora, la mujer de Enrique, acuna en sus brazos a mi hija mientras le canta la nana que nadie le había cantado. Hoy he visto a Estrella cantar sobre el cuerpo de su padre y he sentido el miedo de la vida sin mi.

CONVERSACIÓN GENERACIONAL

Me encuentro por la calle con Jesús Zurita, un artista joven y maduro, dueño de un mundo propio y de una mano de pintor exuberante. Hablamos un rato de pintura, ese lenguaje antiguo que algunos obstinados seguimos empeñados en usar. Hubo un tiempo en que la dinámica equivocadamente vanguardista forzaba a tomar posturas excluyentes, y los recién llegados tenían la obligación de negar a los que ya estaban allí. El resultado fue la búsqueda normalizada de lo nuevo como presupuesto teórico de obligado cumplimiento, dando lugar a la multiplicación de formas y medios expresivos, y a una democratización de la práctica y disfrute del arte sin precedentes. Pero, a veces, también engendró el extravío hacia la ocurrencia novedosa, y a la transformación de la juventud en género artístico. Por fortuna ésta mecánica remitió y uno puede dejar al veterano Cayetano Aníbal grabando felizmente en su taller, para encontrarse unos metros más abajo con el joven Jesús Zurita y hablar de pintura, esa capa de pigmento que cubre las superficies como un signo primitivo. Forma y contenido indisociables con los que los hombres se contaron un día que los bisontes galopaban por las praderas, convertidos ya en todos los bisontes por los siglos de los siglos.
Me cuenta Zurita que hay alumnos de Bellas Artes que no entienden la pintura. Que a fuerza de buscar el impacto de la imagen o el urinario de Duchamp se olvidaron del signo plástico. Alguien dejó de enseñarles que la pintura es imagen y forma indisolublemente unidos, que no se puede separar lo uno de lo otro, del mismo modo que el avión en vuelo no se puede disociar de su propio vuelo (André Malreaux). Un cuadro no es su reproducción impresa, ni su imagen virtual en la computadora. Es un objeto material que mide y pesa, y que tienen una superficie por donde la pintura va dejando su huella significante, unas veces recreando la ilusión óptica de una venus ante el espejo y otras nombrándose a sí misma en el rojo de un cuadro de Rothko.

LA VERGÜENZA DEL GUERRERO

ME dicen que ya están contratados el transporte y el seguro para que la obra de José Guerrero salga de Granada camino de un almacén madrileño. Será entre el 13 y el 17 de diciembre próximo, y se me cae el mundo encima y la cara de vergüenza, propia y ajena, con sólo pensar en la ignominiosa procesión de las cajas con los cuadros por la Calle de los Oficios; las fotos en la prensa, los titulares en los telediarios, los comentarios jocosos, el estigma sobre los granadinos. ¿Alguien se atreve a imaginar lo que ocurriría si en Barcelona se desmantelara la Fundación Antonio Tápies, o que en Hernani desguazaran el Chillida Leko, o, sin ir más lejos, que Málaga tirara por la borda el Museo Picasso?

En Granada tenemos la suerte de contar con un monumento excepcional que congrega a millones de personas con sólo pronunciar su nombre. Pero en el centro de la ciudad existe un circuito histórico, artístico y cultural de un nivel también extraordinario por su calidad y por lo variado de su oferta, que empieza en la propia Calle de los Oficios con el remozado Palacio de la Madraza, continúa con la Capilla Real, el Centro José Guerrero, el Palacio Arzobispal, el Sagrario, la Catedral y finaliza en la inacabable Fundación Federico García Lorca. Es decir, un paseo fascinante por seiscientos años de historia y cultura al alcance de muy pocas ciudades, que los granadinos deberíamos cuidar y potenciar en lugar de ningunear y dilapidar.

Siempre he defendido que esta ciudad no es distinta a otras y que en todas partes se cuecen las mismas habas, pero me estoy quedando sin argumentos. Las ciudades se parecen a sus políticos y éstos a sus conciudadanos. A lo peor es que así queremos que sean las cosas, y que así nos señalen más allá de la estación de autobuses. Pero no me conformo. Me niego a creer que este desenlace trágico sea el que deseamos los granadinos. Confieso que soy un progre trasnochado, un tonto ingenuo, que piensa que se puede hacer un esfuerzo más para salvar el Centro Guerrero, que no se han agotado todas las posibilidades, que aún hay esperanza. Por eso pregunto públicamente en qué ha quedado el compromiso del Ministerio de Cultura de España, dónde el de la Junta de Andalucía, dónde el del Ayuntamiento de Granada, dónde está la Universidad de Granada que no se le oye. ¿Es que toda posibilidad de arreglo ha terminado con el frustrado intento de CajaGranada por salvar la luminosa pintura de José Guerrero de las tinieblas de un contenedor en las afueras de Madrid o es que este desacuerdo es la coartada perfecta para lavarse las manos?

Quiero creer que todavía estamos a tiempo. A tiempo de apelar a la buena voluntad, a la generosidad, a la cesión en favor del banalizado bien común, a la sensatez de todas las partes. De lo contrario habrá que nombrar por su nombre a los protagonistas de este drama, desde la primera estrella hasta el apuntador, aunque sólo sea para evitar que sus borrones ensucien la imagen de Granada y de los granadinos.

Si nadie pone remedio a este disparate y se consuma la vergonzosa salida de los cuadros, y con ellos la liquidación del Centro de Arte Guerrero, yo estaré ese día en la Calle de los Oficios despidiéndolos, y en mi corazón no habrá sitio para el olvido y creo que tampoco para el perdón.

El silencio nos hace cómplices y corderos.

UN CUADRO DE ESCAPARATE

Hace años, en el escaparate de una tienda de muebles de la calle Bravo Murillo, vi un cuadro que era el vivo retrato de la imagen hecha ideología. Se trataba de una de esas pinturas de montería que remplazaron a las santas cenas de los cuartos de estar, imponiendo sobre los tresillos de España su desigual combate entre perros y ciervos. Pero aquel cuadro del escaparate incluía una sugestiva actualización del ideario popular. El pintor, atento al latir de su tiempo, había ido más lejos –o más cerca– sustituyendo el bosque, la jauría y el río, por el jardín, el perrito faldero y la piscina. En la escena nocturna un ciervo cruzaba la parcela de un chalet de montaña alumbrado por los destellos de óleo amarillo procedentes de unas farolas demasiado negras, y por el resplandor de la piscina iluminada. Nunca he vuelto a ver una representación más exacta de los ideales de aquella sociedad de los setenta, fatalmente abducida ya por el reclamo saduceo de las hipotecas.
En “El instinto del arte”, Denis Dutton cuenta cómo los artistas Vitaly Komar y Alexander Melamid fueron becados por el “Nation Institute” para determinar cuáles eran las preferencias estéticas dominantes en la población mundial. Para ello elaboraron el proyecto “Peoples Choice”, basado en un cuestionario aplicado en catorce países tan distintos y tan distantes como China, Islandia o Kenya. En el mencionado cuestionario se hacían un total de 32 preguntas sobre las cosas que les gustaba ver representadas en una imagen. Por ejemplo, cuáles eran sus colores favoritos; si preferían el arte tradicional o el moderno; si se inclinaban por las escenas de interior o los paisajes abiertos; qué estación del año les agradaba más, si optaban por animales salvajes o domésticos, si les interesaban los retratos de grupo o de personas aisladas, o si preferían el realismo a otras formas de representación. Según los responsables del estudio, el informe resultante habría de ser el reflejo inequívoco de las preferencias estéticas de dos mil millones de personas.
La conclusión a la que se llegó fue que los humanos actuales nos inclinamos, de forma invariable, por aquella imagen que contenga un paisaje abierto con presencia de agua, animales, algunas figuras humanas, y un 44% de azul como color predominante. Daba igual que el encuestado fuera keniata o estadounidense, las respuestas siempre conducían hasta ese paisaje de espacios abiertos, con hierbas bajas, algunos árboles, agua, animales y un horizonte abierto.
Komar y Melamid reunieron estos datos y agitaron la coctelera cáustica de su arte para pintar una serie titulada “Most Wanted” (el cuadro más deseado): “USA´s Most Wanted”, “Russia´s Most Wanted”, “Kenya´s Most Wanted”, etc. Se trata de cuadros cargados con una ironía corrosiva tan grande, que probablemente ninguno de los encuestados desearía tener sobre el tresillo de su cuarto de estar.

IMPRESO EN EL CÓRTEX

Las ciencias cognitivas dicen que la estructura de la mente es al mismo tiempo innata y adquirida, y que al nacer traemos unos cuantos instintos racionales dispuestos a reactivarse a la primera de cambio. Por ejemplo el instinto del lenguaje, el de la comprensión del cálculo de probabilidades, o la capacidad de orientarse en el espacio, derivada del andar bípedo del “Homo erectus”, que condicionó el inicio del sentido de simetría previo al sentido de armonía.
La historia de la percepción es la historia de la interpretación del mundo en un continuo tejer sinapsis capaces de hacerse permanentes y de generarse en nuevos individuos. Desde Ramón y Cajal se sabe que, ante un estímulo exterior, las neuronas se interrelacionan en estructuras complejas llamadas “sinapsis”. También desde Pavlob y su perro se sabe que la repetición de uno de esos estímulos condiciona una respuesta que genera una sinapsis permanente. Por su parte Donald Hebb, al final de la década de los 40 del pasado siglo, comprobó que las neuronas de una sinapsis permanente experimentan un considerable crecimiento y un cambio metabólico que provoca una mayor y más eficaz intercomunicación. A éste fenómeno Hebb lo llamó “plasticidad sináptica”.
Hoy por hoy, la opinión más consensuada es que al percibir, al aprender, se forman nuevas redes sinápticas, pero que también se reactivan las que traemos de herencia. Llegado este punto, y admitiendo como válida la opinión de Vernon Mountcastle que asegura que el córtex es homogéneo en todas sus partes y en su forma de trabajar, me inclino a pensar que, del mismo modo que desde Chomsky aceptamos que la estructura del lenguaje es innata, puede que también lo sea el sentido del equilibrio y el de armonía, y que el desarrollo de estas “facultades estéticas” no sea sólo consecuencia de la experiencia adquirida, sino que se deba a esos instintos intelectuales con los que dicen que venimos al mundo. Por eso cuando decimos que sobre gustos no hay nada escrito, deberíamos precisar que buena parte de las leyes elementales que rigen lo que entendemos por equilibrio y armonía las traemos impresas en el fabuloso libro del neocórtex cerebral.